Thursday, November 09, 2006

              Este libro es para Claudio y Marcio Sainz

































Vivía entre impulsos y arrepentimientos, entre avanzar y retroceder. ¡Qué combates! Deseos y terrores tiraban hacia delante y hacia atrás, hacia la izquierda y hacia la derecha, hacia arriba y hacia abajo. Tiraban con tanta fuerza que me inmovilizaron. Durante años tasque el freno, como río impetuoso atado a la peña del manantial. Echaba espuma, pataleaba, me encabritaba, hinchaban mi cuello venas y arterias. En vano, las riendas no aflojaban. Extenuado, me arrojaba al suelo; látigos y acicates me hacían saltar: ¡arre, adelante!

Octavio Paz: Un aprendizaje difícil

¿Qué lenguaje es éste, querido amigo? ¿Qué lengua está usted hablando? ¡Explíquese! ¿Idénticos, sinónimos, similares, analógicos? ¿O bien pastiches, simulacros, trampantojos? ¿Reproducciones, facsímiles, réplicas? ¿O bien imitaciones, mímicas, parodias, disfraces, caricaturas, plagios?... Incluso contrahechuras, simulaciones, embustes y por lo tanto, ilusiones, trampas, mistificaciones. ¡Isomorfas, isotermas, isobaras! Equivalentes, equiláteras, equívocas. Griego, latín, lenguas madres, vale decir cabronas redomadas ¿en qué red nos atrapan al perpetuarse o haciendo como si, a través de nuestra lengua?

Serge André: flac (Traducción de Tamara Francés y Nestor A. Braunstein)

--Sí, una frase de Nabokov: “Dormía sobre el lado derecho para no oír su corazón... Una noche había cometido el error de calcular (atribuyéndose otro medio siglo de existencia) cuántos latidos le quedaban aún, y ahora la absurda rapidez de la cuenta regresiva le irritaba y aceleraba su ritmo haciéndole sentir que se moría.”

--¿Se trata del tiempo?

--El tiempo del Tiempo. El Aion.

--¿El qué?

Philippe Sollers: Le coeur absolu

Y si pienso, de igual modo, en la influencia deprimente que en toda mi formación tuve lo que recibí de educación católica –sobre todo la noción de ‘fruto prohibido’, y más aún, la de ‘pecado original’ (con la cual, incluso después de haber roto intelectualmente con ese tipo de prejuicio sé muy bien que sigo obsesionado)—me explico con bastante claridad el sentimiento de culpabilidad (ya no ‘escondido’, como el que descansa en las representaciones infantiles relativas a las posibles consecuencias de la masturbación o de los deseos de incesto, sino en cierto modo ‘efectivo’) a raíz del cual la “confesión” ejerce en mí una imperiosa atracción –por su lado humillante, unido a lo que implica simultáneamente de escandaloso y exhibicionista--.

Michel Leiris: La edad del hombre (Traducción de Glenn Gallardo)





DESPUÉS DE BUSCARLO durante un par de horas, siempre en los alrededores de la Columna de la Independencia y la Embajada Norteamericana (Zona Rosa, Colonia Cuauhtémoc, Melchor Ocampo), lo encontré en el vestíbulo del cine Latino recibiendo cambio por algo que acababa de comprar en la enorme y circular dulcería. Él no podía verme. Y al mirarlo nadie diría, nadie podría decir, que se trataba de un joven escritor aún sin libro publicado, pues nada lo denotaba. El escritor sin su obra, “forma suprema de lo sagrado”, diría Barthes, “la señal y el vacío”. Pero en fin, decía que para él, desgarbado, inquieto, contento, yo era invisible, improbable, inimaginable, aunque por un momento llegué a dudar pues noté en su rostro, no muy dado a toda clase de expresiones, algo así como cierto asombro. Pero no era por mí, sino por alguien que se acercaba detrás de mí, que lo saludaba e interrogaba. ¿Has visto a Sarah? En su mirada vi entrar el recuerdo de la hermosa Sarah (deslumbrante, grácil, lánguida, sensual, curvilínea, quemada por el sol, casi mítica). Aunque creo que la pregunta fue otra. ¿Conocía a Sarah? Y sí, pero no, contestamos al mismo tiempo o casi al mismo tiempo, ya que no puedo evitar repetir simultáneamente lo que dice, y a veces hasta me adelanto a lo que dice. Entonces el hombre (que era un poeta de provincia), siempre de espaldas a mí, describió que Sarah era su amante antes de que se casara con otro, y que él la había desvirgado. Había mucho ruido alrededor, voces, gente cruzando. Sí, desvirgado. Bueno, y que él sabía que éramos amigos de ella, bueno, el escritor sin libro publicado, y que inclusive nos vio en su boda, bueno a él, al escritor que todavía no. Y lo que ignorábamos era que el esposo de Sarah organizó reponer el himen perdido. (Himeneo meo dijo el gato miau.) Sarah y el poeta no se habían podido volver a ver durante seis meses o más, y cuando el poeta volvió a verla saboreó que el marido nunca se había atrevido a poseerla sexualmente. Ella se lo contó. El poeta provinciano logró desvirgarla de nuevo, como les corresponde a los poetas, y se fueron a vivir los dos a Puerto Escondido. Sarah quedó embarazada y ya estaba por nacer su hijo cuando el marido auténtico y asexuado los encontró. Al poeta desesperado lo habían metido en la cárcel acusado de secuestro, y a Sarah la mandaron a Israel después de un divorcio al vapor. Pero el niño ya debía haber nacido y el poeta quería mucho a Sarah. Imagínate, dijo, es la única mujer a la que he desvirgado dos veces... Dos veces... Aquí algunas imágenes de Sarah, de su estatura, su armonía, su ritmo, su impronta, sus vestidos vaporosos, sus mallas de colores, su respiración anhelante, sus grandes ojos soñadores. Radiante. Deslumbrante. Grácil. El poeta desconcertado. Su interlocutor anhelante con las manos llenas de muéganos. Intercambiaron direcciones y el poeta preguntó una vez más si seguía llevándose con Sarah o si todavía conocía a algunos amigos de ella que pudieran decirle adónde encontrarla, pues creía, sentía, sospechaba, esperaba, deseaba que ya estuviera de vuelta en México. ¿Deveras quieres encontrarla? Y poco después el escritor sin libro publicado ¿qué estás escribiendo? Y el poeta ¿y tú novela? Para entonces otros muchachos y muchachas de su edad habían llegado y ya casi era la hora de la función y entramos juntos a la sala de proyección, yo atrás de ellos. A ver Harakiri. ¿Una metáfora?





AL SALIR DEL cine los acompañé a una taquería que estaba adonde ahora hay una estación del metro. Saludaron al Cronista de la Ciudad, que apareció con una chamarra azul de capucha toda rota y jodida. Hablaban con la boca llena, el consabido pin pon amistoso, entre risas y aspavientos. De regreso de su trabajo, por ejemplo, el esposo se sentó a la mesa y la esposa le preguntó: ¿Te sirvo? A veces, respondió el marido. O algunos matrimonios terminan bien, por ejemplo, otros duran toda la vida. Je je. De camino hacia el departamento adonde vivían destacaba la avidez de sus miradas, su charlatanería, sus fabulaciones, sus bromas. Les fascinaba el espectáculo de las calles, podían oler el paso de esas noches y hasta parecían poner atención, de pronto, al discurso de las clases medias sobre la norteamericanización implacable. Cruzaron Paseo de la Reforma corriendo como si los persiguieran. En la esquina del hotel María Isabel se dividieron en tres grupos. El joven escritor aún sin libro publicado se adentró en la colonia Cuauhtémoc conversado animadamente con su amigo el actor. Entré con ellos en un pequeño edificio. Subimos dos tramos de angostas escaleras. El departamento me pareció más pequeño que su recuerdo, mucho más pequeño, pero estaban allí los libreros, el tocadiscos, el piano vertical con su banco, los muebles coloniales, las cortinas de manta listadas, los cuadros de su amigo pintor. En la recámara dos camas individuales y un buró. El actor dijo que quería dormirse temprano. Pero el escritor no paraba de hablar. Se lavaron los dientes y cumplieron con los ritos de antes de acostarse. Conversaban con entusiasmo de música, de libros, de autores, de películas, de mujeres, del significado de algunas palabras. Camarones: colección de cámaras de gran tamaño; Polinesia: mujer policía que no entiende razones; Platón: plato grande. Vi dar las tres de la mañana y las cuatro y seguía oyéndolos con interés. A las 4:20 apagaron la luz. Entonces me senté en los pies de la cama y empecé a mirar al joven escritor aún sin ningún libro publicado: demasiado imberbe, delgado, largo, huesudo, inquieto, vulnerable. Le costaba trabajo conciliar el sueño y cuando lo consiguió se abrió la puerta y entró su novia Beatriz, pícara y cálida. Desvistiéndose le quitó las cobijas, lo despojó de su piyama toda risas y hoyuelos en las mejillas, frescura, piel, y los dos entraron al baño y se bañaron juntos, contentos y ruidosos. Después Beatriz preparó el desayuno y apenas se sentaron a la mesa apareció el joven actor restregándose los ojos legañosos, gruñendo, quejándose. Más tarde fueron al centro de la ciudad para recoger unos anteojos. Se los habían prometido para dos días antes y aún no estaban listos. El actor se despidió. Acompañé al escritor sin libro publicado y a Beatriz a una oficina en un tercer piso. El Director del periódico llegó furioso. Volvió a descargar su ira sobre el hermano del escritor, a quien calificó de incumplido, irresponsable y cínico, e improvisó que esa semana anticiparían el suplemento de la semana siguiente. Para las cuatro de la tarde el joven escritor y Beatriz desfallecían de hambre y bajaron a comer al Ana Capri. Hacía calor. Y entre los comensales la presencia de Beatriz causaba animación y curiosidad. Ella comía siempre muy despacio, masticando cada bocado un determinado número de veces que ya no necesitaba contar. Al principio sí. Creo que eran 36 o 65 o quizás hasta más. La hija paralizada, decía el joven escritor, la madre coagulada en su búsqueda erótica, el hijo de ojos vendados orinando sobre su tela de pintor, la criada presa de levitación mística, el padre animalizado, ¿de qué película te estoy hablando? Y más adelante: por convención, se llama objetivo a lo que ve la cámara y subjetivo a lo que ve el personaje. Hablaban y hablaban. El amor es la más habladora de todas las pasiones. Pero tuvimos que despedirnos de ella un poco más tarde y volvimos al departamento. El actor estaba acostado y su novia bailarina se bañaba, se oía el ruido de la regadera. Salimos de allí muy pronto, pasamos por una librería y regresamos al periódico. El actor y su bailarina estaban por separarse. Era notoria la incomunicación entre ellos. Y la bailarina lloraba todo el tiempo, incluso en lugares públicos. Más noche nosotros teníamos tres pesos, el actor 10 y ella 12,000. Sin embargo cuando fuimos a cenar a un restorán la bailarina no se ofreció a pagar. Aceptó un cheque del actor bueno por 50 y se lo cambió a regañadientes. Los dos muchachos desasosegados, la bailarina incómoda y ajena. La acompañaron hasta su coche y deambularon un rato por la Zona Rosa. La ciudad les parecía una novela. Y de todos sus probables capítulos las librerías eran los que más les gustaban. Allí los dejé, casi estupefactos. Frente al aparador de Dalis, S. A., disfrazados de pie de página. O de erratas, dirían (si me escucharan). O mejor de prólogos, de epígrafes, de subtítulos, de posfacios, de epílogos… Miraban libros de lujo, portadas de discos que les gustaría comprar, novelas de moda en otros países, pequeñas obras de arte. Yo me alejé un poco y noté que los enormes paraguas de cemento frente a la Embajada Norteamericana y el hotel María Isabel ya no estaban. Que el edificio adonde vendían las agujas para las tornamesas tampoco existía. Y que el estacionamiento que construían en Río Tíber tenía un letrero y necesitaban todavía 307 días para terminarlo. Mientras tanto ellos frente al aparador de la librería Dalis, soñaban en oír todos esos discos, en leer todos esos libros, en mirar todas esas maravillosas obras de arte, y hasta en romper un cristal para iniciar de una vez sus colecciones, desesperados internamente, un poquito con la confianza que les daba tener todo el tiempo por delante. Y por si fuera poco, además, se creían inmortales.























CUANDO CONSEGUÍ ENTRAR de nuevo en el departamento, el joven escritor estaba leyendo y su amigo arquitecto tecleaba laboriosamente en una enorme máquina de escribir. No me percibían, aunque me gusta pensar que debían sentirme como cierta presencia. ¡Qué estupidez! Me asomé para ver qué escribía. Había un disco de bossa nova girando en la tornamesa.

Pues nada, que veo la máquina tan sola y abandonada que me dije a mí mismo (Arquitecto): ¡Oh, una carta para el buen Crismer!… Aprovechemos para decirle tres o cuatro cosas y envíarle desde la Patria un saludo (frase hecha)… Y héme aquí ante la susodicha máquina escribiendo a dos palabras por minuto para ti, para ti, para ti… Sin ti la ciudad se ve vacía y la luz ya no brilla, etc., etc. Para tu control, fíjate que el otro día fui a buscar a tu amigo el escritor a casa de su Crismer y todas las niñas de la calle, no sé por qué, me decían ¡Archifenomenal! ¡Archifenomenal! No sabía si yo era el archifenomenal o qué carajos… ¿Por qué?, les pregunté. Éjele, usted es el del anuncio de gelatinas Royal… Y sabes que ya me estoy cansando de estas confusiones, de este tener que repartir autógrafos y besar a todas tus ex-admiradoras que se me paran enfrente jurando y perjurando que soy el del anuncio de las gelatinas. A propósito de gelatinas, me ando ligando a una niña nueva, y seriamente hablando ahora sí ya definitivamente finiquité, kaput, todos los nexos pendientes con mi Crismer, para bien o para mal, pero ya pasó todo. Sin otro particular, me voy porque me cierran el cabaret, recomendándote que ya dejes tu vida de crápula y perdición y pecado y juergas y francachelas con tus amigotes que a nada conducen, tal parece que estuvieras ya empezando tu carrera de libertino, yo aquí con el alma en un hilo y tú no eres ni siquiera bueno para un aquí estoy, madre, no voy a venir a dormir, hombre, siquiera avisa, no que aquí me tienes con el Jesús en la boca pensando que algo te pueda pasar, ya ves que las desgracias están a la vuelta de la esquina, ahí tienes al hijo de tu tía que se salió sin avisar y le metieron un cuchillo entre cuero y panza, y peor con eso del Carnaval y de Ruíz Cortínez, sólo el diablo sabe dónde andarás metido (fragmento tomado de las Memorias de doña Margarita o Biografía de la madre de un artista (yo). Bueno, ahora sí deveritas ya me voy, porque como te has de imaginar ya me tardé como tres horas en escribir estos quince renglones. Tengo muchas ganas de seguirte platicando aunque sean pendejadas, como dijo Cherlok Jolmes: Yes, we have no bananas today, esto es “El Tiempo es Oro”. Y así, al compás de un pato que iba cantando alegremente, y recordándote imitando al gran Gilberto, hago mutis, cuac, cuac. Manda fruta, Y que cojas de todo menos resfriados.











A LAS 12 de la noche sonó el teléfono y era el actor, que iba a quedarse a dormir en casa de su novia la bailarina. ¿Y mañana qué piensas hacer? El actor le preguntó de cuánto dinero disponía. Uy, como de nueve pesos (mientras lo contaba y llegaba a 9.60). Bueno, el actor tenía 5 y con eso podrían ir a remar otra vez al lago de Chapultepec. A las siete de la mañana pasaría por él. Pero cuando llegó el actor a la mañana siguiente no encontraron la cartera con los 9.60 que el joven escritor que aún no había publicado ningún libro creía haber dejado sobre la mesa. ¿O en el buró? Creyó que era una broma del actor. Pero tampoco encontraba sus llaves, y de pronto su amigo actor descubrió la agenda en la cocina. La noche anterior el escritor confundido no recordaba haber entrado allí y mucho menos para dejar su agenda. Finalmente salieron. No se veían malhumorados, sino animosos, dicharacheros, irreverentes, energéticos. Alquilaron una sola lancha y remaron media hora cada quien mientras hablaban de los nuevos rumbos del teatro. Grotowski. Poesía en Voz Alta. Artaud y su teatro de la crueldad. Escuchar las imágenes, ver las palabras, tocar la música. Mejor beber la música. Al terminar subieron al embarcadero para beber unos jugos, el escritor nuevamente preocupado por hallar sus llaves y organizando mentalmente su búsqueda. En el pequeño edificio adonde vivían, en la calle Río Poo, el actor se adelantó urgido de ir al baño y el escritor subió poco después. La portera estaba como de guardia en la puerta. Joven, lo sorprendió, ¿qué no se metió el ratero a su departamento anoche? El joven escritor sintió una conflagración estomacal, que se le aflojaban las piernas y aceleraba el corazón. Entró precipitadamente y empezó a encontrar muchas cosas fuera de sitio. El contenido del banco del piano todo revuelto y el banco a media sala. Algunos libros en el suelo desperdigados de mala manera. El actor no lo había hecho. Se veía preocupado también pero tenía que irse. Debían cambiar las chapas. ¿Con qué dinero? El actor le regaló 50 pesos y se despidió. Poco después llegó el cerrajero y se llevó las chapas. Aseguró que tardaría una hora y dilató más de tres. En ese tiempo el joven escritor aún sin libro publicado notó que habían desaparecido una pluma estherbrook y una parker, sus tijeras, una rasuradora eléctrica, sus mancuernillas, su cartera y sus llaves. De casi todo podría recuperarse más temprano que tarde. La llave del apartado postal en la Administración Central de Correos, por ejemplo, ¿cuánto tiempo tomaría para que le hicieran un duplicado? Se sentía pálido y vulnerable. Comprobó que el ladrón había entrado por la ventana de la cocina. Había dejado huellas. Seguramente saltó de la ventana del pasillo a la de la cocina, que estaba siempre abierta. Había saqueado el departamento Uno. Los maricones del Cuatro lo descubrieron en su baño a las 3:30 de la mañana, en el momento en que saltaba al interior. Lo balacearon pero naturalmente no le dieron. Ahora sí que de seis balazos a quemarropa ninguno. ¿Afortunadamente? El escritor no había oído nada. El ladrón entonces había salido por la ventana del baño del Cuatro a la de las escaleras y huyó. Ni siquiera habían logrado verle la cara. En eso tocó el cerrajero y dijo que eran 70 pesos por las dos chapas y tres copias de cada llave. Sonó el teléfono y eran los de Olivetti, que se habían atrasado con el pago de su máquina de escribir, 1,650 pesos. Él les pidió paciencia, les prometió pagar doble al siguiente mes y a partir de allí por adelantado. La portera aprovechó la confusión para exigir la renta. El escritor le juraba al cerrajero completarle el pago esa misma tarde. Le entregaba 50 pesos a cuenta, deveras. Y empujó un poco a todos fuera del pequeño departamento Cinco y cuando se quedó sólo trató de sacudirse el miedo, la angustia, ese nerviosismo, esa desesperación, esa frustración, agitándose como perro mojado. Casi lo obligué a mirar el reloj despertador. Eran las 12:40 y Beatriz en ese momento abría la puerta. El joven escritor aún sin libro publicado no tuvo que forzar nada. Su expresión era a tal punto desamparada que ella se precipitó a abrazarlo y él correspondió a ese abrazo, a esa temperatura, a esos volúmenes, a ese cariño, a esa juventud, a esas suavidades, a esa solidaridad, emocionadamente vallejeó, emocionadamente, emocionadamente. Como un náufrago. Como si hubiera estado más que muerto y con esos apapachos resucitara.







































ANTES DE SALIR del departamento el joven escritor se volvió a ver la mancha de clarasol que la portera había tirado accidentalmente hacía unos minutos a mitad de la alfombra. Parecía el mapa de Australia. A su amigo actor le habían abierto el coche. Le arrancaron una aleta de cuajo y le robaron su saco con su chequera, sus llaves, su agenda, su licencia. Otro amigo pintor y su inquietante esposa se habían quedado a dormir en el departamento y los tres se reunieron con otros amigos y estaban por salir de día de campo. Mientras hablaba maravillas de Beatriz, ella apareció. Estaban también el arquitecto, la bailarina, el actor. Luz de domingo, calma de domingo, tráfico de domingo, ruidos de domingo. Montaron en caballos escuálidos y polvorientos. Se tiraron por una helada resbaladilla. Subieron a toda clase de juegos de feria. Nadaron y jugaron carreras y luchas de hombres contra mujeres. El actor era el mejor atleta, luego Beatriz y la bailarina, que no se quedaba atrás. Parecían amazonas. ¿Y por qué no hacer una novela sobre ese lugar, sobre ese día, con esos personajes? Familias satisfechas luciendo sus viandas y manteles. Niños vestidos como para un desfile de modas en El Palacio de Hierro corriendo a llenarse de lodo en el fondo de una cañada. Jóvenes uniformados de montañistas. Automóviles como naves estrambóticas entre los árboles retorcidos. Pero ¿qué decía la naturaleza? Había leído tantas páginas en que se describía cómo los amantes hacían el amor sobre las hojas secas y el pasto... Qué incómodo tendría que ser... Pero por lo menos allí, en su derredor, todos tenían comida y bebida en abundancia. Predominaban las cervezas. Una viejita repasaba con los dedos las cuentas de un rosario. Todos sonreían. El escritor sostenía a Beatriz sentada en sus piernas y se aferraba a su cintura como para impedirle cualquier escapatoria. Ella era su rosario y la acariciaba con devoción religiosa. No sabía que montabas tan bien, le dijo a la bailarina por lisojearla. Y como no, si estoy acostumbrada a montar caballos pura sangre... Y desencadenó su risa teatral. Soplaba un poco de viento y los árboles se movían con calidad lumínica. No habían visto animales, ninguna clase de animales, ni siquiera insectos. Por un momento hasta se quejaron de una especie de nostalgia por los animales. Ardillas, castores, conejos, mapaches, cuervos, halcones, comadrejas, chivos, habría que ir a buscarlos al zoológico. Cuando el sol perdió fuerza empezaron a guardar los trastos y les sorprendió ver rocío sobre los techos de los coches que se habían quedado a la sombra. Pero el escritor aún sin libro publicado aún vivía la sensación de haber pasado un día enorme de alegría, un día dilatado de afirmación y complicidad. Y quería defender esa alegría, esas sensaciones, mantenerlas un rato más. Ya extrañaba esos senderos entre los árboles, ligeramente sinuosos, de tierra apisonada. Sus enemigos nunca pasarían por allí. El murmullo de los árboles, en el que los griegos creían oír la voz del oráculo, tampoco decía nada, no necesitaba decir nada, sólo murmuraba, susurraba, secreteaba, vibraba, se sacudía. Quizás no había nada que interpretar ni delucidar ni demostrar. Sólo estar, volver a estar, acordarse de haber estado, describir que fueron, seguir, mantenerse allí, bien despiertos, los árboles murmurando. En todo ese domingo no había podido escribir. Cuán absurdo le parecía a veces escribir. Qué innecesario. Algo así como la decadencia del querer, la pérdida de sus poderes, la caida en el ocio y el aislamiento. El silencio rodeándolo por todas partes y en su pecho la sensación de ramas de árbol que se abrián paso, que se ensanchaban.
















































ESTÁBAMOS EN LA oficina de redacción y entraron dos hombres preguntando por el joven escritor. El mayor de ellos dijo que había venido desde Uruapan y era doctor, quería agradecerle una reseña que había publicado sobre un libro de cuentos suyo, titulado Blas Ojeda. Conversaron animadamente, como si fueran viejos conocidos, y el joven escritor aún sin ningún libro publicado terminó invitándolo a su departamento esa misma noche a las ocho. No contaba con que iban a despedir ese mismo día a su hermano, que era el jefe de redacción, y que él tendría que absorver todo su trabajo. El doctor y su amigo llegaron a su departamento a las ocho. Afortunadamente estaba el actor y él los entretuvo con facilidad. El escritor llegó a las 10, abrumado de vergüenza y los cuatro salieron a cenar. Al día siguiente el joven escritor acompañó al doctor al ISSTE para cobrar una factura. En Michoacán, el doctor era dueño de ocho farmacias adonde surtía recetas del Seguro Social y del ISSTE, que luego les cobraba a esas instituciones. Fueron a comer juntos. El doctor de 45 años parecía deslumbrado por la vida del escritor de 20. O el provinciano de Uruapan veía con ánimo entomológico la vida de un chilango que se las daba de intelectual. O el escritor pobre veía con envidia y nostalgia el despliegue de riqueza que presumía ese galeno. Al cuarto o quinto día el doctor le prometió regalar los muebles que le hacían falta en el departamento. El refrigerador, por ejemplo. Una silla con ruedas y brazos y que pudiera reclinarse, para escribir. Y amenazaba con no irse de la ciudad si el joven escritor no lo acompañaba a Uruapan. ¿Pero cómo ir hasta allá con trabajo doble que hacer en la oficina? Iban juntos a la oficina e incluso a una sesión del Centro Mexicano de Escritores en la calle Río Volga. Caminaban no muy lejos de ahí y notaron que el Sanborns que estaban construyendo donde antes había una distribuidora Ford, se inauguraría a fin de mes. En la esquina de Lerma y Danubio, en el antiguo solar de las ratas, estaban cimentando un futuro edificio. El Café Lerma había desaparecido. Al doctor parecía encantarle ese tipo de conversación. Le fascinaba ser señor de dos mundos, la provincia y la capital. Hablaron también de las nuevas novelas publicadas, de sus proyectos literarios y sus ambiciones como escritores. El capitalino le presentó a todos sus amigos del medio cultural. El doctor los invitaba a centros nocturnos de lujo. Iban el escritor y Beatriz, el pintor y su esposa, el actor y su bailarina. Pero la bailarina se aburría en semejante compañía, no se explicaba cómo, si eran tan cultos, hablaban nada más de frivolidades sin importancia. Jugaban a Mr. Lalo Detective hasta que amanecía. Beatriz siempre descubría al asesino, el lugar del crimen y el arma antes que cualquier otro. Había que deducirlo a partir de lo que decían los demás, que podían mentir si querían, que casi siempre mentían. La bailarina ganó el tercer juego y Beatriz todos los demás. Un joven dramaturgo los acompañaba algunas veces pero tuvo que viajar a Puebla, adonde montarían una obra suya. Hasta que llegó el día en que el doctor debía irse, pues tenía muchos negocios que atender, pero antes de partir les hizo prometer, casi jurar, que el joven escritor iría a visitarlo a Uruapan en cuanto fuera posible. Uruapan... En esa época el joven escritor aún sin ningún libro publicado creía que fuera de la ciudad de México todo sería Cuautitlán. Esa noche el pintor y su esposa se fueron a vivir al departamento del joven escritor por una semana, ya que el actor y su bailarina se iban de gira. Al joven escritor le gustaba mucho esa otra pareja porque se veían felices, satisfechos, contentos, solidarios. Y así apaciguaba su desasosiego.
















































SE SENTÍA INDESCIFRABLE para sí mismo y quería ser legible para los demás. Los árboles del domingo le servían para sus notas de hoy. Sus sombras eran verdes y blandas, oscilaban sobre la tierra que todavía retenía la humedad por la vuelta que acababan de dar. O mejor: los árboles constituían una larga empalizada a lo largo de la carretera y sus copas se fundían, no, se tendían, no, se diseminaban, no, ¿se rendían? Mejor: la hierba verde y amarilla todavía brillaba por el rocío y la tierra humeaba bajo la luz de esa hora. Ay, sus cristeros de nombres rurales: Melitón, Epifanio, Teodosio, Dimas, Chema, Victorino, Epigmenio, Maximiliano, Panchito, Celestino y Sabino trabajaban en ese paisaje y golpeaban unas vías de tren con zapapicos y palancas improvisadas. ¿Tendría que individualizarlos a todos? ¿Y cómo escapar del rasgo físico representativo? Es decir, ¿cómo representarlos al margen de panzas grotescas, greñas alborotadas, bigotes, calvas, narices mayas, labios leporinos, orejas de murciélago, ojos color cobalto, huaraches, botas, tartamudeos o voces aguardientosas? Se acercaban las mujeres con la comida. ¿Enrebozadas? Llegaban más hombres. Onomatopeyas, ruidos de hierro contra hierro, de madera contra hierro, de durmientes contra el suelo, de picos contra la tierra humeda. Quejidos, sudores, hedores, palabrotas, conversaciones circunstanciales. El lentro camino de la luz por el firmamento. Después de un buen rato, de muchas horas desperdiciadas, de algunos tachones, la página escrita, colmada, cebreada. Una paz perentoria. Quería plantear los preparativos para el descarrilamiento de un tren federal. Todo debería quedar listo al anochecer. Los hombres se esconderían. A ellos los llamaban huarachudos, comevacas, descamisados, jenízaros... A lo lejos se escucharía el silbato del tren. Este proyecto, mientras avanzaba, se titulaba Trenes a punto de descarrilar. En otra carpeta quería terminar el asalto a una iglesia. El baile de un soldado con la estatua de una virgen mientras afuera de la iglesia fusilaban a un centenar de campesinos. El coronel Mano Negra ultimando a un soldado que traía al cuello un escapulario. En otra sección, en los patios de San Ildefonso, entre corrillos de estudiantes, el escándalo, la aprobación o desaprobación de la nueva cátedra de Teología. Los que querían entrar y los que impedían la entrada. El titular de la clase asustado, pálido, tembloroso, desencajado, rencoroso. Una mujer decía que había que rebautizar todos los lugares con nombres de santos. Un gordo, que debía iniciarse una guerra de extenuación. José Clemente Orozco aún trabajaba en los murales del tercer patio de la Preparatoria, y miraba con dureza un andamio roto, con un grueso pincel en su mano sana. A mí me corrían de las iglesias porque me reía y de los prostíbulos porque rezaba. Le atribuía esa frase a Orozco, no sabía por qué, no recordaba dónde la había leído o escuchado con anterioridad. D. H. Lawrence en Oaxaca, Querer escribir. Qué absurdidad. A veces le dolía la espalda. Lo sorprendía cierto desamparo. Pero al criticar o rechazar su tarea ya estaba en su tarea, era parte de su tarea. Se quedó mirando la fotografía de un desfile deportivo en 1926, en el que sobresalía una manta vociferante: UN GIMNASIO EN CADA IGLESIA. Pero del fondo de su conciencia parecían partir varias órdenes. No escribirás. Seguirás siendo libre. Guardarás silencio. Desconocerás las palabras. ¡No te encadenes nunca a las palabras! O enrédate, complícate con las palabras. Pero el joven escritor aún sin ningún libro publicado pensaba muy adentro, muy en el fondo, que sólo conocía palabras, peor aún, que no conocía nada sino palabras... Escribe para no decir nada, seguía su detractor. Escribe para decir algo, le susurraba yo. Una obra real, ambiciosa, conservadora, una verdadera novela, se escuchaba por otra parte. La novela de la década. Un libro trascendente, importante, definitivo, seguía la voz. Y yo: ninguna obra, sólo tus vivencias, tus prejuicios, tus sueños, el deseo de conocer lo que desconoces. Escribe para actuar, seguía la voz. Escribe tú que tienes miedo de actuar, contradecía yo, tú que tienes miedo de amar, tú que tienes miedo del mundo, tú, cochambroso, nauseabundo, inmodesto, impúdico... Tú que piensas lo inmundo del mundo. Tranquilízate. Sosiégate. ¿No puedes dormir? Relájate. La noche afuera era demasiado joven. Demasiada poca nocturnidad.







































NO BASTA CONCENTRARSE para encontrarlo, a veces aparece de pronto, como en un sueño, a veces se insinúa, me acerco y se desvanece. Lo perdí durante algún tiempo y volví a dar con él cuando volvió de Michoacán. Venía deslumbrado por la majestuosidad de Morelia, por el encanto decimonónico de Uruapan, adonde sólo desentonaban los automóviles y los postes con el cableado eléctrico. Hablaba con entusiasmo del río que nacía allí mismo y se llamaba Cupatitzio; de una roca con una oquedad a la que llamaban La Rodilla del Diablo, de una cascada como de comienzo del mundo bautizada Tzaráracua. Bah, lo descalificaba el actor, todo estará lleno de basura. No, defendía él, todo está muy limpio, muy bien conservado, son muy conscientes. Pero se llenará de basura, ya verás. Describió la casa del doctor, muy espaciosa, con tres patios bordeados de macetones y mucho sol y habitaciones, gruesas paredes de piedra, mucha humedad. Lo único que desentonaba era la ropa de la gente. Debían haber estado vestidos como en la película de La Monja Alférez. La comida era increíble, de chuparse los dedos, deveras, de diez cocineros metidos durante horas en la cocina. Pensaba quedarse varios días pero lo llamó el Director del periódico, que lo necesitaban inmediatamente y debía regresar. El camión había hecho 10 horas. Salió de Uruapan a las nueve de la noche y había llegado al DF a las siete de la mañana. Durmió gran parte del camino. Venía leyendo Entre las patas de los caballos, de Rivero del Val. Fue a la escuela de Beatriz para que le prestara las llaves de su departamento de Río Poo, y poder acicalarse allí. Apenas entró le disgustaron los ruidos de un kínder que se veía desde la ventana. La maestra hablaba del origen de los seres humanos según el cristianismo. Describía a Luzbel y dramatizaba mucho (escuela Teatro de Chespirito). Decía iiinnnnffffiiieeeeeerrrrrrnnnoooooo, engrosando la voz. Y cuando los ángeles buenos expulsaban a los malos los niños gritaban de entusiasmo y aplaudían. El actor lo escuchó durante un buen rato y cuando pudo intervenir le contó que había terminado con la bailarina después de una gran pelea. El joven escritor lo había llamado durante muchos días sin suerte y deducía que no había estado en el departamento ni una sola vez. Ahora lo comprendo todo, pontificó: estás amargado. La bailarina tenía una belleza teatral, algo así como que se le veía el miedo de parecer fea, no esbelta, distraída, normal. Miedo de ser normal. Pero la casa del doctor lo había fascinado. Le habían propuesto que fuera allí para pasar su Luna de Miel... Si se casaba pronto... Mosaicos, paredes blancas, techos altísimos, vigas a la vista, enormes ventanas enrejadas. En Uruapan había 170,000 habitantes y los principales se conocían entre sí, lo que no dejaba de tener sus bemoles, porque, fíjate decía el joven escritor, que los católicos ortodoxos del lugar, ya le habían retirado el saludo al doctor porque en su libro predominaban los temas sexuales. Y peor, como en Blas Ojeda hay un cuento que describe a dos poderosos rancheros de los alrededores, éstos lo han amenazado de muerte, aunque no han leído el texto, ni falta que les hace. ¿Y ahora? Existían momentos en los que necesitaba pedir ayuda, pero ¿a quién? Y al joven escritor lo esperaba un trabajo de minero azteca. ¿No quieres ayudarme? ¿Qué tendría que hacer? Debes leer 20 libros y escribir pequeñas evaluaciones de cada uno. ¿En cuánto tiempo? Para hoy en la noche, antes de las nueve. Cuando salían la sirvienta les prometió que iba a quitar la mancha australiana que había provocado en la alfombra. No va a poder, comentó el actor. Ya cásate, le dijo el joven escritor escalereando delante suyo.
















































UNOS DÍAS DESPUÉS el actor consiguió trabajo en la nueva revista del cabaret Can-Can. Iba a trabajar con una suculenta belleza como dama joven y a ganar 259 pesos diarios, aunque si el espectáculo duraba más de tres meses, le ayumentarían a 400 diarios. Había terminado definitivamente con la bailarina histérica y con ese rompimiento se habían frustrado sus deseos de entrar al gremio de Televisa. Beatriz apareció por la mañana y juntos salieron a la Librería Del Prado. Allí el joven escritor se encontró a su hermano, que había pasado por el apartado postal y recogido dos cartas de su amigo en Brasil. Sus vecinos le habían dicho a la esposa de su hermano que el joven escritor se había ido a Europa para no comprometerse ni verse obligado a casarse con Beatriz, que el padre de Beatriz lo andaba buscando para pegarle y otros chismes igualmente absurdos. Con mucha mano izquierda el joven escritor le pidió a su hermano que no recogiera su correspondencia. Había una invitación del expresidente licenciado Alemán, que lo invitaba a una cena de toga en el hotel María Isabel porque iba a recibir su título de Doctor en Letras. El joven escritor aún sin ningún libro publicado pensaba disculparse porque no tenía toga, y además lo intimidaba semejante oferta, ya que podría tratarse de una broma de muy mal gusto. Beatriz le había fingido un apoteótico orgasmo y aunque poco después lo confesó, el joven escritor se sintió pésimo, deprimidísimo, la regañó y se hundió en un franco y denso malhumor. Beatriz lo besuqueaba traviesamente hasta que consiguió desvestirlo e hicieron el amor de nuevo y todo salió bien. Esto había sucedido un par de días atrás, en el elevador del periódico, y ella seguía haciéndole burla, provocándolo, y él seguía molesto. Lo llamaba Inmundo, Caca Aguada y Aborto Degenerado. Afirmaba que no sabía que era tan berrinchudo, tan cascarrabias, tan cagatintas. Pero también habían despedido del periódico a su hermano y él pensaba ganar un mejor sueldo al ocupar su puesto. Planeaba ir a la Casa del Lago con toda su pandilla para asistir a un espectáculo de Juan José Gurrola. De allí se seguirían al cine club para ver Un rostro en la muchedumbre, de Elia Kazan, y más tarde correrían para tratar de alcanzar Il Sorpasso, con Vitorio Gassman, que era la película de moda. Entre broma y broma Beatriz lloraba porque las pruebas para poder ingresar en la Facultad estaban dificilísimas, empezando por la sección de español, y eso sin hablar de matemáticas... Transforme el infinitivo en la forma apropiada del pasado y explique su valor… What?















ESCRIBÍA A DIARIO para ejercitarse, como se ejercitan los deportistas, pero comprobaba a diario que en vez de escribir mejor, escribía peor. Cada día que pasaba, cada día que crecía, cada día que se acercaba más a cierta clase de madurez, peor sabía pergeñar adjetivos, sustantivos e ideas. Pensaba en esto, murmuraba esto mientras se rasuraba con su rasuradora eléctrica. El actor había salido a desayunar y el joven escritor no escuchó que Beatriz tocaba el timbre, porque además del ronroneo feroz de la rasuradora junto a sus oídos y la puerta del baño cerrada, tenía a buen volumen un disco del Modern Jazz Quartet. El actor se encontró en la esquina a Beatriz y le prestó sus llaves. Subió enfurecida. Estaba tan fuera de sí que asustaba. Y aunque el joven escritor trataba de hacerle ver que no había por qué enojarse, ella siguió así todo el camino hasta la Casa del Lago. La obra resultó muy divertida y plena de buenas intenciones. Tenían muchas ganas los bailarines de bailar y bailaban a como les daba su energía y experiencia, que no era mucha, y lo mismo pasaba con la música y las canciones. Pero aplaudieron el esfuerzo. Estaban juntos el dramaturgo que la había adaptado y su mujer, el actor y la bailarina (que había ido por su cuenta), el pintor y su esposa, Beatriz y el escritor. Sobre la esposa del pintor todavía tenía ingerencia la madre. De manera que porque la madre se opuso, no pudieron acompañarlos al cine. La bailarina quería ir a casa de una tía y le pidió al actor que dejara que nos fueramos. Eso bastó. Beatriz se sintió ofendida, aunque la frase no fue dicha en tono de ofensa. Beatriz se enfurruñó. ¿Quién era la enojona?, trató de bromear el escritor. Uy, pero echaba humo. Fueron a tomar helados y pagó él, aunque la bailarina pidió unos cigarros y pagó con un billete de 500. Se despidieron y fueron a casa de Beatriz en un taxi. En cuanto bajaron Beatriz gritó que no soportaba a la bailarina y que no quería ir a ninguna parte con ella ni volver a verla nunca. El joven escritor trataba de calmarla. Avisaron que comerían fuera y que planeaban ir al cine club. Beatriz se mordía los labios muy fuerte y en un nuevo taxi se tiraba de los cabelos y golpeaba el asiento completamente enloquecida. ¿Dije ya que sus cabellos eran muy largos, lacios, negros? El joven escritor trató de besarla y su saliva sabía amarga. En el restorán se negó a comer y le prohibió que la tocara, que le hablara, que la mirara. La bailarina había estado hablando de tonterías clasemedieras. Que le gustaba más salir con su mamá que con el actor porque su mamá le decía a cada rato que era maravillosa, que era guapísima, que era esbelta, sensual, misteriosa, inteligente, inquietante... Un-regalito-de-Dios-al-mundo. Y claro, el actor nunca le decía nada de esto. Que no comprendía por qué Beatriz y el joven escritor no hablaban de libros. A Beatriz se le había atragantado la nieve de vainilla. Y luego todas esas escenas que la bailarina provocaba para mostrar su dinero, como comprar unos cigarros de a peso con un billete de a 500. Fueron al cine y pasaron por el pintor y su esposa. Ellos los acompañaron hasta la casa de Beatriz. Cuando se despidieron Beatriz empezó a gritar con las manos crispadas que le dijera que ya no la quería, que ya no iba a salir con ella, y que iba a suicidarse. El joven escritor, que se sentía inseguro hasta de escribir con coherencia, temía estar impedido hasta de hablar coherentemente, pero así y todo, durante un tiempo fuera del tiempo, durante horas o días o meses, le dijo que eran demasiadas nueces por tan poco ruido, que su relación estaba por encima de esos disgusto, que deberían gozar su derecho a ser diferentes en vez de bronquear con todo el mundo, que a lo mejor estaba tan irascible porque no había comido en todo el día, que aceptara comer algo antes de que se separaran. Y quién sabe cómo serían las palabras, o las caricias, o las miradas, o los impulsos eléctricos o químicos, Beatriz terminó por aceptar y caminaron hasta una taquería. Luego fueron a Río Poo e hicieron el amor. Y de post-coitum, exhaustos por tanta violencia, por tanta conflagración, por tanto ir y venir, por tantos sudores y sinsabores, Beatriz empezó a decir que se había equivocado, que prometía ser más tolerante, que comprendía que no podía odiar a la bailarina, que no la odiaba, que incluso la quería y admiraba, que pensaba ofrecerle disculpas. Y el joven escritor aún sin ningún libro publicado no comprendía como alguien tan regalado de dones, cifra de salud y belleza, podía contener tanto miedo, tanta ira, tanto odio, tanta mala voluntad, tanta incomprensión. Como alguien así podía ser, en suma, tan desconocida, tan imprevisible, tan ajena. O no era Beatriz, sino el mundo, o no era el mundo sino esa ciudad, la que ya no era una ciudad de esperanzas y futuros, sino una ciudad cerrada, condenada a la injusticia, la irracionalidad, la corrupción, la violencia y la culpa.


































LLAMARON DE LA compañía de teléfonos con un ultimátum: que debía ir a pagar su adeudo porque si no cortarían el servicio. Dos llamadas a Brasil, 194; tres a Estados Unidos, 127; una a España, 180; más la friolera de 384 llamadas adicionales, uf... En fin. Al actor le sorprendía cuántas veces sonaba el teléfono y cómo hablaba el joven escritor aún sin ningún libro publicado. Por otra parte quizás le quitarían la máquina de escribir. También se había atrasado un par de meses con los pagos y no tenía para cuándo poder hacerlos. Pero no le preocupaban esas deudas, sino otro nuevo problema, y éste con mayúsculas. El próximo fin de semana la familia de Beatriz dejaría su casa en la colonia Nápoles y se cambiaría a Olivar del Conde, arriba de Las Aguilas, allá adonde decían que “Tarzán había perdido su cuchillo”. No había autobuses hasta ese lugar, excepto unos foráneos que hacían dos viajes al día, de Olivar del Conde a Mesones, cargados de gallinas, verduras y fruta. Se cambiarían allí porque les regalaban una casa padrísima, y porque debían cuatro meses de renta por el departamento de Nápoles, donde además tenían conflictos con casi todos los vecinos. El problema no era que pudieran o no cambiarse, sino ¿cómo iría Beatriz a la escuela? Su familia propuso que se quedara a vivir con una tía que vivía detrás de la Basílica, pero Beatriz prefería vivir con el joven escritor, allí en la Cuauhtémoc, en Río Poo, y eso los tenía más que nerviositos. Ayer hablaban de eso y el joven escritor, de pronto acorralado, le propuso a-boca-de-jarro que se casaran. Ella se puso Feliz. Él Asombrado, Desconcertado, Anonadado. El problema empezaba a complicarse porque ni el Director del periódico ni su amigo librero aprobaban el matrimonio. Ni el actor, que tenía confianza en su futuro y le advertía que cuando fuera escritor famoso tendría muchas mujeres. Hasta la portera de su edificio y el peluquero opinaban que no debía casarse. En cambio las parejas estables los empujaban. ¿Qué opinión seguir? ¿Cuál voz oír? Se sentía en el epicentro de la confusión. ¿No debía ser la claridad su ley? Sí, sobre todo La Claridad. Quería salvar a Beatriz, debería salvarla, pero el matrimonio lo ahogaba aún antes de celebrarlo. Debía justificar su amor y firmar un documento que lo condenaría. Debía tener control de la situación y se sentía el origen, el centro, el Papá de Todas las Confusiones. Tendría que empadronarse y sacarse unas fotografías para regularizar su Cartilla. Por otra parte Beatriz era guapísima e inocente. El actor y su bailarina se habían reconciliado. Escribe, le susurré una vez más, tú que no sabes qué hacer, deja hablar en ti a todas las voces, desahógate... Pero cuando llamó a Uruapan para describir sus dilemas a su amigo doctor, éste le recomendó: no dejes que nadie piense por ti, que nadie hable por ti, que nadie decida por ti. Y si decides casarte, te casas y se vienen a Uruapan a pasar su Luna de Miel... Acá los festejaremos como se merecen... ¿Y usted? El doctor se oía preocupado. Recibía nuevos y más feroces mensajes anónimos con amenazas de muerte. Perro-que-muerde-no ladra, le decía el joven escritor aún sin ningún libro publicado, ¿y si te vamos a visitar y me matan a mí creyendo que eres tú? A su edad todavía se podía reír de todo. Sus asuntos iban a seguir muy José Revueltas durante un buen tiempo. Él se prepararía con honestidad y pasión. En su círculo actual tenía pocos, casi ningún estorbo fuera de él, pero dentro de sí intuía que le quedaban muchísimos más conflictos que los que podría manejar.




QUETZALCÓATL, AL SER la Estrella de la Mañana, era el reconciliador de las polaridades cósmicas hombre-mujer, noche-día, juventud-vejez, blanco-negro, cielo-tierra. Su llegada se celebraba con himnos apocalípticos estilo capilla y con bailes al son de tambores prehispánicos, sermones y oraciones en prosa. D. H. Lawrence elaboraba todos estos rituales para Ramón, uno de sus personajes, quien asumía el movimiento renovador de la fe y quería que los teutones regresaran a Wotan y los irlandeses a Tahua De Danaan. Rezaba desde sus ganglios lumbares mientras su esposa, devota católica, lamentaba sus frustraciones. Ella lo amaba como una madre, y sufría más de la cuenta por el abandono de Jesús Nuestro Señor. Ramón celebraba el carácter emergente de la eternidad, esa cuarta dimensión en la que brote, raíz y flor serían una misma cosa. La esposa moriría como la vieja fe y el viejo estilo de matrimonio. El retrato de Ramón era un poco el retrato del arqueólogo Manuel Gamio, quien descubrió las cabezas de Quetzalcoátl que Lawrence logró contemplar en Teotihuacán. Por otra parte Kate Leslie se acercaba al indio Cipriano, que era el fundador del nuevo culto a Quetzalcoátl, para rechazar así a sus amigos norteamericanos por mecánicos, falsamente tolerantes, falsamente eficientes, arrogantes e incapaces de percibir el verdadero mal, “parecido a un reptil”. Kate Leslie no quería que nadie la tocara y se negó a unirse al Ejército de Salvación Mexicano. Se casó con Cipriano, en una ceremonia que sería legalizada muy pronto. “Este hombre es mi lluvia desde el cielo... Esta mujer es la tierra para mí...” Ambos veían la Estrella de la Mañana. Kate Leslie creía en un pequeño abismo necesario entre una persona y otra, abismo que cerraban la mayoría de las mujeres con sus ambiciones egoístas y sus intereses mezquinos. También creía en la necesidad de cada uno de estar en contacto directo con el Cosmos. Pero el primitivismo de Cipriano más bien la condujo al “antiguo misterio fálico”, que para las mujeres implicaba la obligación “de sumisión, de sumisión absoluta”. Ella se convertiría en un valle de sangre complementario al cetro sangriento de él. Y su satisfacción en esa situación sería más profunda que cualquier orgasmo. Aunque Cipriano no aprobaba el orgasmo femenino. ¿Cuántas culturas aún no lo aprobaban? Cipriano era un hombre amargado, viejo, iracundo, que ya había dejado de tratar de comprender el mundo y que observaba todo con una mirada desconfiada y celosa. Después de todo ¿qué importaba el orgasmo? Cuando se hablaba de un “quinismo sexual” y se trataba al orgasmo como una descarga agónica de tensión, al joven escritor aún sin ningún libro publicado le era difícil no pensar en sus compañeros de generación, que en los burdeles de la calle Mesones ni siquiera se quitaban los pantalones para hacer el amor, pues efectivamente sólo se trataba de llegar a la eyaculación. ¿Había que entender entonces el acto sexual sólo como un substituto de la masturbación? Después de Freud ya se empezaba a hablar de orgasmo como una tranquilización, un alivio, un desencanto, una cosificación injustificada de la sexualidad. Inclusive se le estaba demonizando. Y de pronto Lawrence parecía tan dogmático, tan anticuado, tan romántico, tan candoroso, tan insatisfecho, tan desesperado, tan envarado y tan ingenuo, que hasta se parecía extraordinariamente al joven escritor aún sin ningún libro publicado.




EL PADRE DE Beatriz se confundió tanto con la eventualidad del matrimonio que empezó a gritar y arrojar lámparas y platos contra las paredes. La madre se oponía a que le dijeran algo sobre la boda, pretendía que preparasen todo y le avisaran sólo horas antes, dos o tres horas antes. Fijaron una fecha. El joven escritor todavía sin ningún libro publicado fue a fotografiarse y a empadronarse. Afortunadamente la mamá de Beatriz accedía a que el matrimonio fuera sólo por lo civil. A él le preocupaba qué iban a hacer luego de varias semanas de algarabía y autodescubrimiento, siempre juntos, 24 horas, día y noche. Se preguntaba si sería imposible imponer reglas, algunas reglas, y sobre todo ¿podría con el paquete? Imaginaba toda serie de obligaciones y responsabilidades ilimitadas, el fin de su libertad individual. Y por otra parte estaba la posibilidad de un embarazo no deseado y con él, la otra responsabilidad aún más espantosa, de un hijo tarado o cucho. Aunque podrían ser estériles. ¿Cómo saberlo? Bueno, en casi cuatro años de relaciones conyugales no había logrado embarazarla ni una sola vez. No era que hubiese tratado. Simplemente no se dio ningún embarazo. Y vaya que fueron descuidados. La bailarina, en cambio, estaba embarazada y su mamá quería que abortara. Su mamá fue también quien la obligó a que iniciara relaciones sexuales con el actor. Los encerró un día en una recámara y los amenazó con no dejarlos salir hasta que su hija dejara de ser virgen. La bailarina nunca hablaba del ritmo de su período, y cuando menstruaba se negaba a salir y encerraba en su casa por cuatro o cinco días. El actor hacía cálculos, especialmente las veces que no usaba preservativo, pero nunca estaba seguro. Por otra parte insistía mucho en que su amigo escritor no se casara. Se estaba precipitando según él. El escritor, por su parte, arreglaba cualquier oposición asegurando que podría divorciarse en un par de años. Pero el actor insistía en que analizara su futuro muy bien, que se imaginara no el día de la boda con todas sus euforias, no el primer mes, sino más allá, 10 meses, dos años, tres. El escritor protestaba sin mucha vehemencia y hablaba de no poder prevenir el futuro, de no poder pensar en el futuro, de no poder conocer el futuro. Le resultaban conmovedoras esas personas que ahorraban para la vejez y que aparecían muertas antes de tiempo, según lo consignaban las páginas rojas de los periódicos. Además ¿cómo era posible intuir, siquiera sospechar, hacía un año, que ahora, un año después, no sólo seguiría con Beatriz, sino hasta estaban planeando un matrimonio. ¿No decía Kant que el casamiento era la autorización para que cada uno de los cónyugues se apropiara de los genitales del otro?













EN LA ESCUELA de al lado la maestra no daba propiamente información, sino que actuaba, vociferaba, daba órdenes, transmitía consignas, presionaba para que los niñitos y niñitas produjeran enunciados correctos, los obligaba a igualar la pronunciación de determinados sonidos, incisivamente subrayaba ante ellos las ideas que creía justas, dominantes, cristianas, como si el lenguaje fuera no para ser creído, sino para ser obedecido. What is the color of the little canastita? El joven escritor aún sin libro publicado se distraía así de su lectura, pero volvía pronto al libro, que abría con mucho cuidado, tratando de que no fuera a crujir ni a maltratarse. Despatarrado en el sillón conseguía un aislamiento necesario, sumergirse otra vez en esa historia de un niño sin padre, de un huérfano de padre que vivía con una madre autoritaria. Y éste niño tan vulnerable un día encontraba por casualidad una caja de zapatos con fotografías de su padre desaparecido. Fotos de cumpleaños, de cuando era niño a la vera de un triciclo, en un bosque, de un baile de graduación, de cuando se enlistó en el ejército, de su primer uniforme de gala, al pie de un avión poco antes de que lo mataran. El niño del cuento que leía cambiaba las fotos de la caja de zapatos a una refinada caja de bombones y todo el día se la pasaba repasando esas imágenes debajo de una escalera. Lo impresionaba sobre todo una, cuando su padre debería haber tenido la misma edad que él, niño todavía, pues creía mirarse a sí mismo, a otro sí mismo. Por si fuera poco estaba enfermo de tuberculosis, de desnutrición, de tristeza, de abandono, de soledad, de melancolía. La madre todo el día hablaba por teléfono y lo desatendía. El niño no debía llamarla mamá, sino Ethel. Y un día la madre despertaba súbitamente y descubría que su hijo no estaba en la cama y se angustiaba. Había que recordar que el niño estaba muy enfermo. Después de una histérica búsqueda, daba con él bajo la escalera, dormido, envuelto en una manta y con algunas fotos del padre muerto entre las manos. Para esto la madre se creía todavía joven y hermosa, y quería pasar por soltera. Le pedía al niño las fotografías y él protestaba. En un determinado momento gritó: ¡No, mamá Ethel! Y ella se enojó como nunca. ¿No te he dicho que no me llames mamá? Se volvía diabólica, crispada, ajena, terrible. Le quitó al niño la caja con fotografías pero después reflexionó con malicia y se las devolvió. Tráelas tú misma, propuso y empezó a descender hacia el sótano. El niño nunca bajaba ahí y sentía miedo, así que empezó a bajar por la escalera asustado, inseguro, aferrando las fotografías, vale decir, con su padre, la caja de bombones fuertemente apretada contra el pecho. En medio del sótano había un horno encendido y la madre lo abría y exigía que le entregara las fotos, que las arrojara él mismo allí, al fuego crujiente, amenazador, terrible, definitivo. El niño huía como un pajarito, revoloteaba por la habitación sin saber cómo escapar. ¡No creas que voy a tener paciencia para tus payasadas!, gritaba su madre. Algunas fotografías caían al suelo y el niño se derrumbaba para recogerlas. Ella no podía dar crédito a sus sentidos. Ese niño no podía ser su hijo, parecía un animal lisiado y derruído que huía de su propio dolor. ¡Dáme esas fotografías!, exigió, y se las arrebató al niño y las arrojó al fuego que las recibió alborotado y ruidoso. Se volvió para quitarle las demás, pero tuvo que detenerse. El niño se había encogido, engarruñado en el suelo y oprimía la caja contra su pecho. Emitía un silbido hacia la mujer que la aterrorizaba. Ella lo miraba pero no se atrevía a acercársele ni a tratar de llevárselo de allí. El silbido ése, que ni siquiera parecía silbido, la asustaba realmente. De la boca del niño salió “una substancia espesa, fibrosa y de color negruzco, como si estuviera vomitando su corazón cargado de amargura”.














































EL PELUQUERO LE iba a prestar dinero para pagar los abonos atrasados que debía por la máquina de escribir y la cuenta estratosférica del teléfono. Al actor lo habían contratado ya en el Can-Can y empezaba en unos cuantos días. Le estaban ajustando el vestuario. Sólo él y su amigo librero lo presionaban para que no se casara. En eso sonó el teléfono y era el doctor, su amigo de Uruapan, ciudad que empezaba a llamar El Edén Subvertido. Y a propósito de su matrimonio, el doctor se entusiasmaba con la idea y lo animaba con entusiasmo. Quedó de hablarle pronto pues se le hacía tarde y salió al trabajo. Notó que la mugre había empezado a cubrir la mancha australiana de la alfombra que había resultado imborrable. Camino al periódico pensó que ese trabajo era como una penosa obligación, no una adaptación de su cuerpo y energía naturales. Escribir sobre libros que no le interesaban implicaba una incómoda obligación ajena a él, incluso extraña e insípida. Y con ese disgusto se adentraba en el edificio del periódico donde además se oía el rugido de las rotativas. Ya en su escritorio se pensó como un pequeño engranaje de esa maquinaria tan compleja y grasienta y enorme, y muy pronto volvió a oscilar entre el me caso o no me caso, como un péndulo, me caso, no me caso. Tan fácil que sería vivir sin comprometerse a nada. Aunque sabía ya que todo opinar se superaba con un movimiento mental. Montaje y desmontaje. Improvisación y revocación. Pero ¿y el matrimonio? La bailarina seguía provocando al actor. La mamá de la bailarina seguía presionando para que su hija abortara y aseguraba que ella había tenido 27 abortos y seguía como Johnie Walker caminando-tan-campante. El actor no tenía ganas de salir y la bailarina lo había llevado casi a rastras a un baile en beneficio de quién sabe qué institución. ¿La de los Escritores Sin Libro Publicado? Sonó el teléfono y era la esposa del pintor, que si se le antojaba ir a nadar al hotel Amazonas. ¿Mañana? En fin, acabó su tarea, armó sus páginas, bajó al taller, coqueteó con la recepcionista del Director del periódico, habló varias veces por teléfono, interactuó con una docena o más de personas, volvió a coquetear con la secretaria y se despidió. Cuando llegó por la noche al departamento quiso llamar al peluquero para acordar una cita y diablos ¡aún estaba conectado con El Edén Subvertido! ¡Más de ocho horas! Empezó a gritar por el auricular y a colgar con violencia, a sacudir el aparato, a apretar una y otra vez los pibotes que se accionaban para colgar y descolgar, hasta que en una de esas una voz de mujer eficiente le preguntó ¿ya terminó su conferencia? El joven escritor aún sin libro publicado le explicó todo casi demente de tan iracundo y ella lo regañó. Que si colgaba y descolgaba tan insistentemente nunca iba a cortar la comunicación. Entonces el gritó y dejó de gritar hasta descubrir que no tenía mucho sentido gritarle así a una voz en el teléfono. Dejó el auricular en su sitio con mucho tiento, y poco después ya daba línea. Indiferente. Como si nada.









UNO DE ESOS días abandonó la oficina del periódico demasiado temprano porque se sentía mal. Una especie de mareo, de extrema debilidad. Iban a pasar más de dos décadas para que descubriera que esa sensación de extrema vulnerabilidad se la producía –nada menos— la polinización de la primavera. Pero por lo pronto el joven escritor aún sin ningún libro publicado atribuía ese malestar a su extraordinaria actividad sexual. Cuarenta veces en diecisiete días. O sería que no dormía bien, inquieto por la boda tan probable como si no; en la adolescencia que iba a despedir si se casaba; en sus nuevas y futuras responsabilidades. En su balance pesaba más lo que iba a perder que lo que iba a ganar. Además le dolía algo que podía llamar su herida Miller y su herida Durrell y su herida Borges y su herida Fuentes y su herida Connolly y su cicatriz Faulkner. Por si fuera poco a veces transcurrían días sin que su amigo actor apareciera por el departamento. Ni siquiera sus huellas. Ni el olor a cigarro, ni la cama revuelta, ni la almohada arrugada, ni la más mínima huella en la alfombra superaspirada... Hablaba mucho por teléfono y por eso precisamente se sentía solo y asustado. Por la noche llamó el Director del periódico para preguntarle cómo seguía, y eso lo conmovió. Ya nada más le dolían sus desgarrones Gide, Pavese, Butor, Cortázar, Sartre, Dos Pasos, Wolfe. Llegó Beatriz y fueron al cine a ver Motín a bordo, un culebrón larguísimo que no se salvó ni por la presencia de Marlon Brando. Y más noche, en casa de la familia de ella, cenó como energúmeno pantagruélico tres o cuatro porciones más de las que acostumbraba. Frente a la familia de Beatriz siempre se comportaba tímido y apocado. No hablaba, sino que murmuraba. Era poco afusivo, casi británico. Las tías de Beatriz nunca lograban oír lo que decía. El hablaba con la cabeza muy hacia abajo y era más mesurado que lo normal, como un ratón asustado. Al despedirse pensó tomar un taxi pero se sentía demasiado lleno, casi indigesto y prefirió caminar. No sabía si llegaría caminando hasta la colonia Cuauhtémoc, que era adonde vivía, pero tenía ansias de devorar distancias, de patear el suelo de México, de hacer de esa caminata nocturna un acto necesario, una experiencia, un desafío, un destino. “Me extiendo como la bruma entre las personas que mejor conozco”, decía Virgina Woolf, y él lo recordaba mientras sorteaba coches estacionados y taxis en espera del cambio de semáforo. ¿Y no eran suyos esos árboles sucios, esas banquetas quebradas por innumerables movimientos telúricos y nunca enderezadas por corrupciones políticas, esos edificios con algunas ventanas encendidas, esos autobuses de pasajeros Mariscal Sucre en los que había leído tantos buenos libros? Cuando estuviera casado no podía salir a caminar así. Nunca le creerían. O a la mejor ya no lo necesitaría. Porque le fascinaba Beatriz, le gustaba la posibilidad de poder abrazarla y acariciarla todas las noches. Pensaba pedirle que siempre durmieran desnudos. Siempre. Ahora sí donnadeó “qué mejor cobija para su desnudez que yo, desnudo”.









SU SIGUIENTE JORNADA fue de mujeres. Sintió que apenas acababa de acostarse cuando lo despertaron nudilleando en la puerta. Era Soraya, una muchacha a la que admiraba muchísimo por su belleza y su manera de cantar. Estaba nerviosa, alterada, casi histérica. Le propuso un café y ella se ofreció a hacerlo mientras él se bañaba. Luego vino la confesión. Estaba embarazada de un famoso director de orquesta y ese mediodía tenía ya una cita para que le practicaran un aborto. Como el joven escritor aún sin ningún libro publicado la miraba con una cara de qué papel le tocaba a él en esta obra, ella lo tomó de las manos y le pidió que la acompañara, asegurándole que no podía confiar en nadie más. Fuera del director de orquesta él era el único en saberlo. Sólo que el director no podía acompañarla, porque tenía una reunión muy importante, de un fideicomiso. Se abrazaron y él saboreó su cintura, su olor, las dimensiones maravillosas de ella que lloró un poquito con su rostro junto a su mejilla. Cuando llegó su exnovia Verónica, Soraya ya se había relajado y se fue más o menos sonriente con sus pesadumbres y la nueva responsabilidad que le había creado. Verónica había sido la primer novia del joven escritor aún sin ningún libro publicado. Salían juntos cuando ambos cursaban el primer año de Letras Españolas en la Facultad de Filosofía y Letras de la UNAM, y entre jarchas mozárabes y etimologías griegas y latinas, él la besaba y acariciaba sobre la ropa. Muchas noches, casi todas las noches al terminar las clases en la Ciudad Universitaria, con otros compañeros y compañeras caminaban jugando a lo que hacía la mano hacía la tras, o burro castigado, o simplemente conversando. Y caminaban hasta el centro de la ciudad. Cenaban churros con chocolate y volvían aplanando banquetas hasta sus respectivos domicilios, los de ellos en la colonia Nápoles, adonde arribaban cerca del amanecer completamente agotados. Para su fortuna las clases comenzaban a las cuatro de la tarde, y a veces ni aún así lograban llegar a la primera, que era la de Literatura Española. Verónica encendió un cigarro. Había adelgazado y perdido su expresión adolescente. Se peinaba con todos sus cabellos negro cuervo a un lado de la cara, lo que la hacía verse teatral y estudiada. El joven escritor le preguntó si aún era virgen y ella respondió que no, que había sido desvirgada por un profesor que la comunidad suponía homosexual, y con el cual se había acostado cinco o seis veces más, pero que no quería compartirlo con ningún otro. El joven escritor puso tal cara de extrañamiento que ella se río, y por reírse casi se atragantó con el humo de su cigarro, y se acercó a la ventana abierta para respirar aire puro, tose y tose. Arrojó la colilla hacia abajo y al volverse hacia él con los ojos muy irritados, se desvaneció, como derritiéndose. El joven escritor se levantó del sillón de un salto y corrió al botiquín del baño por un frasco de alcohol. Le pasó el brazo por debajo de la cabeza y la hizo oler, hasta que volvió en sí. La ayudó a incorporarse y no pudo dejar de apreciar las maravillosas caderas y volumen de los senos más que acariciables. Le ofreció un chocolate caliente. Y entonces hablaron del probable matrimonio de él y ella inquiría muchísimo sobre Beatriz, su edad, su porte, su educación, sus intereses, cómo la había conocido, de qué hablaban. Hasta que el joven escritor la confrontó con ¿tú te casarías conmigo? No me lo estás preguntando en serio, contestó ella. Era una coqueta profesional. Se despidieron y Verónica lo besó en la boca con una capacidad de succión y unos movimientos de lengua y tanta lujuria, que el joven escritor pensó que le había hecho mucho bien esa relación con el profesor –titubeó—bisexual. Antes de que te vayas, le dijo entrando en la cocina, anótame tu número de teléfono en el pizarrón, por favor. Lavó las tazas del café y las del chocolate y en eso llegó Beatriz, que se veía muy hermosa, fresca, joven, feliz, frutal, navegable. Sonó el teléfono más que imperativo y era el Director que lo regañó porque se había planchado una solapa de un libro de Físico-Química. Protestó que era imposible que leyera todos los libros que debía comentar cada semana, que eso lo debería suponer todo el mundo, y que si leía muchos, desde luego no eran precisamente los de química ni los de física, ni los de ingeniería, medicina, economía y temas así. Además el porcentaje de físico-químicos que leerían su sección debería ser de uno por mil, o incluso menor. Bueno, al Director sólo le interesaba un juicio de valor para guiar a la gente y que se hiciera de un prestigio de honestidad para que sus lectores creyeran en él. Beatriz se despidió y el joven escritor decidió caminar al encuentro con Soraya.




































AL PASAR FRENTE a un motel notó que un coche se detenía para ceder el paso a unas niñas con uniforme de una escuela comercial cercana. Eso le dio tiempo para acercarse al automóvil frenado allí y cuál sería su sorpresa cuando descubrió en el asiento del pasajero a la bailarina novia de su amigo. Y al volante estaba el profesor bisexual que había estado evocando entre celoso y envidioso, esa mañana. La bailarina lo saludó y el profesor lo invitó a subir y lo llevaron hasta el hospital adonde se había citado con Soraya. El joven escritor aún sin ningún libro publicado no sabía cómo comportarse. Le faltaban varios años para que fuera capaz de enarbolar cierto cinismo. Así que se malportó y estuvo hosco, antipático y hasta colérico. El cielo y el infierno. Miradas que suspiraban y reclamaban, empalagosas y lacerantes. Frases hechas. La adulación y el desprecio. No pensaba contarle nada a su amigo actor. Ni a Verónica. Su corazón congelado, maltratado. Más tarde trataba de poner en orden todo ese desorden, todavía frente al escritorio en su oficina del periódico, y apareció el Director y le contó algunos chistes. ¿Cuál es la diferencia entre la amante y la esposa? No sé, respondió él. ¡Treinta kilos! ¿Y la diferencia entre el amante y el esposo? Tampoco sé. ¡Treinta minutos!… Luego el Director le ofreció disculpas por el regaño telefónico pues consideró que había exagerado. Pero después de esta jornada ya no podía ni sonreír. Tristes mamíferos todos. Sin brújula. Al volver al departamento de Río Poo pretendía escribir. Empezar de nuevo. Revisar. Por lo menos le quedaban sus proyectos y estos no lo traicionarían. Quería hablar con, discutir con, escribir con... Con la ciudad de México, con su porción de esa ciudad, con Beatriz, con su amigo actor, con su amigo doctor, con su amigo pintor, con su amigo librero. Y nada de una conversación, sino más bien una conspiración encarnizada, con la lengua y contra la lengua, sólo arrebatos apasionados y feroces de amor y odio.





















DESPERTÓ CASI A las dos de la tarde y su amigo actor y la bailarina hacían el amor en la cama a su lado. En vez de volverse hacia la pared se quedó mirándolos, cubiertos por las cobijas, y ella lo vio y se relamió los labios con perversidad pecaminosa. Más tarde los tres se bañaron juntos y él acarició a lo largo el cuerpo esbelto y firme de la bailarina con sus manos enjabonadas, deteniéndose golosamente en la cintura, en el milagro de los senos, en la ascensión de las nalgas y lo más ancho de las caderas. Cuando llegó Beatriz entre los cuatro se pusieron a hacer limpieza de las ventanas, pasar la aspiradora por la alfombra, llevar las cortinas a la tintorería y pintar las paredes de blanco hospital. Habían decidido casarse el miércoles de Semana Santa, porque así el joven escritor tendría cuatro días consecutivos de vacaciones que podían aprovechar en El Edén Subvertido. Salieron a comer tacos a La Bella Unión y vieron un accidente estruendoso. Un volkswagen rojo se había metido al banco de Industria y Comercio y había chocado contra el mostrador. Al conductor no le había pasado nada pero la angustia y el susto le transfiguraban el rostro. Docenas de personas se acumularon allí y lo extraño era que la alarma del banco no había sonado. Las tías de Beatriz se oponían a que se casaran en Semana Santa. Pero ¿por qué? Es que son días de recogimiento, aclaraban. Pues por eso. Pero las ancianas no entendían el chiste. La bailarina no quería volver de nuevo al departamento y ella y el actor se quedaron abajo conversando. Arriba, más que pronto Beatriz y el joven escritor se desnudaron y metieron en la cama bajo las cobijas. Se estuvieron reconociendo, revisando, mirando, acariciando, lamiendo, besando, chupando, sobando un larguísimo rato, hasta que empezaron a hacer el amor. “En esa magia estaban” (como decía Borges) cuando entró el actor alarmado porque le habían arrancado los limpiadores de su coche y estaba lloviendo. Beatriz se desconcentró y no pudieron terminar. Sonó el teléfono y era Verónica con la noticia de que la Universidad había entrado en huelga para protestar por el proyecto oficial de alargar el bachillerato a tres años. Lo que animó a Beatriz, que no tendría clases en varias semanas. El actor tomó del clóset una gabardina y les pidió perdón por tan abrupta interrupción. Beatriz todavía desnuda y un poco enfriada, se acurrucaba contra el joven escritor como si quisiera devenir a su vez también joven escritor aún sin ningún libro publicado. El joven escritor, por su parte, sentía su suavidad, su calor, su lujuria a flor de piel, su solidaridad, su complicidad, su cariño, su risa, su ternura, y no quería dejarla marchar. ¿Casarse?... ¿Cómo podía querer el deseo su propia represión?













LE DOLÍAN HASTA los dedos de tanto escribir. Eran las cuatro de la mañana y apenas acababa de regresar del periódico. Redactar un artículo panorámico sobre literatura francesa, de Mallarmé a Claude Simon y Jacques Lacan, pasando por Jacobson y De Saussure, Sartre y Camus, le había tomado demasiadas horas. Lo había comenzado el domingo a las diez de la noche y lo había terminado el lunes por la noche a las dos de la mañana, todo ese tiempo sin dormir y tecleando sin cesar. Veinticinco páginas. Fue al periódico y tuvo que desarrollar su columna, y allí se encontró con la noticia de que el suplemento crecería a 14 páginas en vez de las seis de costumbre, y que el Director estaba de viaje. La última vez que lo había visto habían discutido porque su jefe celebraba el Siglo XX por el desarrollo del periodismo, las comunicaciones, la industria del entretenimiento, la asistencia social, la farmacopea invencible, y el joven escritor arriesgó que el Siglo XX era también el Siglo de Verdún y el Gulag, y el de Auschwitz e Hiroshima, y eso que aún no podía saber nada de Tlatelolco 2 de octubre, de la guerra sucia en el Cono Sur, de Vietnam, del Banco Mundial, de la hambruna en Africa, de la invasión a Panamá, del narcotráfico y la narcopolítica, de las epidemias avasallantes, del desgarramiento de Yugoslavia, del exterminio de los palestinos, de la norteamericanización de América Latina… Pero era como si ya todas esas catástrofes aún no sucedidas crujieran en la estructura de la época y alimentaran sus dudas omnipresentes sobre nuestro grado de civilización. El tardío Siglo XX parecía ir a la deriva hacia un futuro negativo, e inclusive hacia un No Futuro. La conciencia histórica y el pesimismo parecían llegar a lo mismo. El joven escritor aún sin ningún libro publicado había leído mucho y creía en lo que había leído. ¿Y su prometido matrimonio? Hablaba y hablaba de Beatriz, la quería junto a él y sin embargo no se casaba.























GRACIAS AL TÉ de una planta llamada Zopacle o algo parecido, la esposa del pintor y la bailarina habían conseguido abortar. Debían haber ingerido cuatro tazas de ese té, una cada hora, pero con la primera había bastado y sobrado. Antes de eso la bailarina había chocado su chevrolet y lo había destrozado. Quedó inservible. Esa tarde las dos mujeres estaban en cama. A la bailarina la acababan de aceptar en el Can-Can y tenía que preparar dos espectáculos de media hora. Hacía unos días que había firmado el contrato y esa tarde había dejado plantadas a las coristas que iban a hacerle cortina, a la coreógrafa, la maquillista, los músicos y el modisto. Llamó al joven escritor para que explicara la situación. ¿No quería ser escritor? Pues entonces que inventara una situación lo suficiente verosímil e insoslayable. En la oficina le habían regalado unos volantes anti-rector Chávez. Lo acusaban de asesino, de incapaz, de huérfano y mariconerías increíbles. Le exigían que renunciase a su cargo. Muy exaltados. Feroces. Desesperados. Todas las preparatorias estaban en huelga y esa mañana durante un mitin había llegado la policía y ocurrido un enfrentamiento. Dos estudiantes habían muerto y un prefecto de apellido Bracho le había arrancado la oreja a un muchacho de la Preparatoria Uno. Finalmente, cuando el joven escritor salió del periódico agotado, hambriento y con el cuerpo cortado, grandes nubes de polvo se levantaban en Paseo de la Reforma. Alrededor de la Alameda estaban poniendo en el suelo unas baldosas rojas, como para imponer cierto tono provinciano, o autóctono, aunque el joven escritor se tropezaba a cada rato. Al cruzar Insurgentes lo sorprendió la lluvia, que le hizo un asco su suéter, sus zapatos y el nuevo número de la revista Show. Al llegar al departamento el actor no estaba. Quizás él si había podido ir a ensayar al Can-Can. “Los mexicanos de sangre mixta no tenían esperanza”, decía un personaje en la novela que D. H. Lawrence había escrito en Oaxaca. Uno de los críticos franceses que había citado en su mega-artículo dividía a los escritores en visuels y émotifs, según el grado de originalidad que exhibían al transmitir impresiones sensoriales. ¿Y él? ¿Su orquesta interior, su mundo, su coloquio? Se sentía como ratón mojado y se secaba los cabellos frotándolos furiosamente con la toalla. Lamentablemente carecía de otro par de zapatos, pero se los quitó y embutió sus pantuflas. Colgó la ropa mojada en el baño y se puso su bata de lord inglés con una bufanda de seda. Pensó ¿por qué los hombres deben vestirse de negro para casarse? Y respondió para sí ¿porque esa noche entierran lo que más quieren?














ABRIÓ UN CAPÍTULO con algarabía e imprecaciones de soldados federales que llevaban al paredón de fusilamiento a un presidente municipal y a un comisario agrario. Dos perros los seguían moviendo la cola. Les vendaron los ojos a los prisioneros y el presidente municipal los rechazaba con un gesto de prepotencia y machismo. Uno de los perros ladraba. Les ofrecieron cigarros y ambos aceptaron. Mientras el jefe del pelotón daba órdenes y un cabo espantaba a los perros que pretendían jugar entre soldados y detenidos, en una montaña cercana, al aire libre, un sacerdote celebraba misa y predicaba la necesidad de la guerra. La máquina de escribir hacía demasiado ruido y lo distraía de su cometido y ensimismamiento. El objetivo principal del joven escritor aún sin ningún libro publicado era expresar los incidentes de su relato con un lenguaje que los designara por su sentido, que fluyera con naturalidad y sencillez, como una buena conversación de sobremesa. El estilo, decía Gourmont, era una especialización de la percepción, no de la emoción. Al encabezar otra página el joven escritor intentó la descripción de un centenar de agricultores que bajaban de un cerro para ir a reunirse con sus familiares en Cocula, para rechazar la llegaba del ejército, cuyas columnas habían visto acercarse. Muchas voces, órdenes, canciones, fragmentos de conversaciones, albures, risas, rezos, decisiones, refranes, temores. Al anochecer los cristeros reconocían no tener más municiones y empezaban a evacuar la plaza. ¿Cómo reemplazar el clisé al amparo de las sombras? ¿Confundidos con? No. Tenía que trabajar ese fragmento un poco más. La luna arriba, sola. He aquí la rabia verde y fría y a su cola de navajas y vidrio cortado, escribió Octavio Paz. Necesitaba aprender de Paz. Había muerto un centenar de soldados y pronto llegaron más y más y empezaron el saqueo definitivo de Cocula. En la bóveda de la iglesia los federales bebían cerveza en los cálices sagrados. Hacían fuego a media calle con la sillería de la iglesia, cuadros, telas y sobre todo crucifijos y estatuas religiosas. Cocula se quedaba desierta. Sólo animales domésticos extraviados atravesaban las calles. Todos sus habitantes habían huído a los pueblos cercanos. Sólo se veían personas con uniformes federales y se oían sus canciones. Olía a carne asada y a tortillas recién hechas. A chile pasilla y cebollas fritas. La noche siguiente algunos lugareños se arriesgaron a volver y fueron decapitados de inmediato. El coronel federal acostumbraba matarlos con propia mano. El joven escritor debía describir también cómo se organizaban para la revancha los fugitivos, la selección de los más aptos y fuertes, bravos como alacranes. Pero concluyó que era mejor acabar el episodio con el degollamiento de los que se atrevieron a regresar, sin ninguna palabra optimista ni ninguna de escándalo. ¡Había tantas cabezas cortadas en la Historia de México! Quería revisar el texto e incorporar olores, impresiones tactiles, auditivas, onomatopeyas. Parecía que le interesaba de modo privilegiado la realidad de su lenguaje, los problemas de su gramática, y que en cambio le daba la espalda a la Historia, porque no se interesaba en el Mundo, sino en lo que serían las cosas y los seres si no hubiera mundo, si no hubiera habido mundo. Se entregaba a la Escritura como a un poder impersonal y como si sólo se tratase de sumergir hasta llegar a un fondo que no alcanzaría nunca o cuyos límites se alejaban cada vez más.





ERAN LAS 5:15 de la mañana y no podía dormir. Se sentía asustado, pensaba bañarse y salir a remar y visitar a su hermano. La noche anterior lo había soñado. Lo reconocía dentro de un auto que no era el suyo. Veía ese coche y corría tras él porque había visto en él a su hermano. Era él, en efecto. El joven escritor se preguntaba muchas veces cómo había logrado saber que su hermano iba en ese coche tan ajeno a él y sus posibilidades. Le había hablado a su amigo actor al Can-Can y después fue a verlo tras bastidores. El actor le regaló dinero con el cual podía pagar de la renta de enero y febrero. Bostezaba debajo del agua que fluía de la regadera. Quería ver a su hermano para pedirle la llave del apartado postal y hacer un duplicado, hablar de la boda y sacar algo en limpio en relación con muchas otras cosas. Mientras remaba sentía nítidamente cada músculo de sus brazos, de la espalda, la cintura, las piernas, el vientre. Como si su piel fuera transparente. Cobró demasiada conciencia de su cuerpo, de su juventud, de su fuerza. Tenía miedo por sus deudas. ¿Cómo casarse con tantos números rojos? Lo invadía cierta intranquilidad, cierto desasosiego. Su quehacer narrativo estaba lleno de momentos así: líneas que se distinguían y otras que se oponían. Incertidumbres que se volvían palabras, palabras a veces saludables, a veces enfermas, contaminadas, cuchas, a veces ilegibles. Las desgarraba el equívoco, pero sin equívocos jamás podrían suscitar el diálogo. Y si a sus palabras las falseaban los malentendidos, esas confusiones seguramente harían factible un nuevo entendimiento. ¿Y si parecían vacías? Bueno, ese vacío podría ser su propio sentido. De pronto ya no sabía quien estaba más asustado, quién era el del miedo al Matrimonio y sus Responsabilidades, el del miedo a Crecer y el del miedo a Fallar y el del miedo a Fracasar. ¿El escritor que todavía no era? ¿La obra que aún no existía? ¿Un futuro e hipotético escritor? ¿La página? ¿Estas páginas? ¿La lengua? ¿La concatenación de las palabras? ¿Las letras impresas? ¿Las verdades evocadas? ¿Su ociosidad? ¿Sus galimatías? ¿Su ausencia de sí mismo? ¿Su proyecto de obra? Al final del día no había logrado hablar con su hermano, ni verlo siquiera. Un absoluto fracaso, porque ni consiguió dejar un recado. De allí quizás su frustración, su intranquilidad, su melancolía. ¿O estaría así por la ausencia de Beatriz, que vendría a visitarlo hasta el día siguiente? Odiaba sentirse triste porque ese era el único pecado que reconocía y reprobaba. La tristeza. ¿Y el odio? ¿Y las jugarretas que transformaban el amor en odio? Bataille afirmaba que toda escritura expositiva era o un gran fraude o una derrota. Su herida Bataille.












Su exnovia Verónica vivía con su amiga Isabel en un departamento bastante luminoso en el último piso de un edificio no muy alto. Esta vez Verónica vestía pantalón vaquero azul de mezclilla, camisa desfajada color de rosa, botas de montar. Pintaba al óleo el retrato de una mujer bajita que estaba allí, el cabello negrísimo color ala de cuervo, cayendole en cortina del lado derecho de su cara. Isabel había subido de peso y se había teñido el cabello de rojo televisa. Otras mujeres que llegaron después preguntaron si había cena. Isabel dijo que no, y ellas hicieron los clisés de costumbre. Que si ese era el día que la mujer descansaba y dejaba que el marido se hiciera bolas. Verónica, que sería el marido, se notaba nerviosa. El joven escritor aún sin ningún libro publicado no sabía si por la presencia de Beatriz, que lo había acompañado y la perturbaba, o la de él, que era el único varón en medio de tan extraño gineceo. Había llegado con Beatriz y al principio los abrazaron y besuquearon, festejándolos. Ya sabemos que van a casarse, qué gusto. La mujer que posaba para el cuadro se iba a Polonia en agosto y trataba de entusiasmar a Beatriz para que siguieran sus pasos. Incluso les puso un ultimatum. De allí al día 14 deberían decidir si también querían irse. ¿Se acordaban de Cuchillo al agua, la extraodinaria película de Polanski? Al joven escritor le gustaba mucho la revista Polonia, porque tenía Otro Yo diseñador. Mientras hablaban él empezó a castigarse pensando que debería despedirse de sus coca-colas y de sus tacos, sus cornflakes, sus revistas en inglés, su cine de Hollywood y el rock and roll. Los polacos en cambio, según la modelo bajita, le ofrecían becas de seis años, los dos primeros para aprender polaco y los otros cuatro para estudiar una carrera. Imagínense, decía la mujer, son seis años viviendo de gorra, trabajando en lo que les guste, cine, diseño gráfico, danza, literatura, teatro, y con las posibilidades de viajar a muchos países detrás de la Cortina de Hierro. La beca parecía muy jugosa y les daba la posibilidad de una vida aceptable. Beatriz se entusiasmó tanto como el joven escritor se intimidó. Muy adentro sentía que la batalla tenía que darla allí en medio del cerco de nopales. Y también temía entrar de golpe y porrazo al mundo comunista y despedirse para siempre del cine Latino y el cine Roble, las revistas de Sanborns, las frutas tropicales, las taquerías de la Zona Rosa, y sus amigas y amigos. Beatriz quería ir a estudiar físico-química y a él lo propiciaban a seguir filología. Ni Verónica ni Isabel sabían que significaba esa palabra. Más tarde, cuando la mayoría de las visitas se habían ido, sentados relajadamente en el suelo, Verónica les contó a los dos, pero mirando más insistentemente a Beatriz que a él, que ella, Verónica, había ido a Monterrey y se había encontrado con una entrañable amiga. Pero le había llamado la atención que se veía más vieja que ella, ya que debería ser cinco o seis años menor. Tenía el cabello totalmente blanco y Verónica le comentó que ese color no la favorecía. Pero su amiga susurró que eran canas, y luego ¿qué no supiste? Y le empezó a contar que tenía 15 años y estudiaba en el Colegio de Monjas adonde la había conocido Verónica, pero que ya Verónica se había ido a la capital. Ella tenía una mejor amiga también conocida por Verónica. Estaban de internas y compartían una habitación. Al final de ese año todas las internas fueron de prácticas a un convento. Cuartos austeros, disciplina, soledad, frío, gruesas paredes pardas, ritos y ceremonias. La alegría de las misas. Una vez al día les permitían oír el radio en el comedor durante un cuarto de hora. Allí escucharon que un loco criminal había escapado no muy lejos de allí y que era peligroso. Si lo veían debían reportarlo a la policía y por ningún motivo acercársele. La madre superiora apagó el radio y las estudiantes hicieron chistes o trataron de hacerlos. Una se fingió loca y persiguió a las demás, en fin... Por la noche la amiga de Verónica despertó y vio que la luz de la luna inundaba el cuarto. Al mismo tiempo sintió frío y se levantó a cerrar la ventana. Dudó un buen rato y por fin se decidió. En el jardín un joven o un niño jugaba lanzando una pelota al aire. Ella quiso despertar a su compañera para que lo viera. No debería haber hombres en todo el convento. ¿Quién sería aquel joven? Pero la otra cama quedaba en la oscuridad, en la parte no alcanzada por la luz lunar. La amiga de Verónica agitó inútilmente el cuerpo de su compañera, tratando de despertarla. La llamó por su nombre... Quiso tocarle la cara y su cabeza no estaba. ¡La habían degollado! En la cama yacía su cuerpo sin cabeza. En el jardín el loco criminal jugaba lanzando al aire la cabeza de su amiga una y otra vez. En ese mismo momento encaneció por completo. Lo que sigue ya se lo imaginan, rubricó Verónica. Beatriz estupefacta, Isabel bostezando. El joven escritor aún sin ningún libro publicado urgidísimo de salir con su Beatriz, y preguntando si Luna, dado que solamente hay una, debería escribirse siempre con mayúscula... La madre de Dante se llamaba Bella. De allí se había derivado ese nombre que lo desvelaba: Beatriz... Verónica tratando desaforadamente de llamar la atención de Beatriz.
































AL PRESIDENTE DE la República lo habían apedreado en Chihuahua. Habían muerto en el enfrentamiento uno de sus guardespaldas y dos periodistas, uno de ellos redactor del periódico en el que trabajaba el joven escritor aún sin ningún libro publicado. Pero ni por eso aprobaron la publicación de la noticia. En los camiones de pasajeros el boletaje había comenzado a tener impresa la propaganda del PRI. Se sentía un calor africano. Padecían 33 grados centígrados, cuatro más que en Acapulco. El joven escritor pasó por su departamento y se metió bajo la ducha por cuarta vez en lo que iba del día. Desde que había entrado el ladrón por la ventana de la cocina, y ya que el actor no venía más a dormir, acostumbraba cerrar todas las ventanas y todas las ventilas, a-piedra-y-lodo, además de la puerta con sus tres chapas, una de las cuales atornillaba para que no pudiera moverse el pasador. Se había levantado cerca de las 11. Lo extraordinario era que había soñado que su amigo actor estaba allí y que habían hablado durante horas y horas. La cama de al lado suyo estaba destendida y hacía semanas que no se usaba para nada. Trataba de elegir entre dos posibilidades. O bien se había vuelto sonámbulo y durante la noche se levantó y acostó de nuevo en la otra cama gemela, y luego viceversa, o el actor realmente había dormido allí, pero si no atravesaba las paredes ¿cómo habría podido entrar? ¿O lo había solidificado su pensamiento? De ser así, esa noche iba a concentrarse para ver si lograba solidificar a Beatriz. Porque no creía en fantasmas ni aparecidos, ni plasmas ni nada así. Pero estaba tan inquieto que se fue caminando a casa de su hermano, una caminata de 13 kilómetros. Su hermano había chocado con su camioneta unos días antes y lo habían metido en la cárcel. ¿Sería por eso que el joven escritor pensaba tanto en él y hasta soñó que manejaba un coche equivocado y que necesitaba su ayuda? Sacaron copia de la llave del apartado postal y fue a recoger su correspondencia. Su hermano aprobaba su matrimonio y hasta aceptaba ir a la boda siempre que invitara también a su esposa. Incluso se ofreció a pagar las invitaciones. Hablaban en un escenario que le fascinaba tanto que hasta quería usarlo en alguna futura película: el patio adonde hacían los remates en el Monte de Piedad (un auténtico bricolage). Había sillería como para un teatro al aire libre y ellos se sentaron allí como esperando que llegara la hora del remate. Pero había terminado de vestirse y miró con satisfacción una loción francesa que su peluquero le había regalado para que la usara el día de su boda. El peluquero le contó que había atendido a su amigo actor, y que lo veía muy deprimido y malhumorado. Que intentó hacerle un peinado nuevo y el actor no quiso. El peluquero comentó que se peinaba como licenciado o burócrata priísta. Beatriz estaba muy vulnerable por tanto matrimonio postergado. Para calificar a Beatriz le gustaba un epíteto de Barthes que descubrió al ller un artículo sobre el hombre según Foulcault: una metáfora sin frenos. Sonó el teléfono y era su amiga Soraya, que aseguraba estar muy contenta porque había ido a Tokio, a Australia y muchas otras veces a Canadá. El le dijo que sus viajes eran pura ficción, que viajaba de lo mismo a lo mismo, porque de Tokio, Australia y Canadá apenas y conocería poco más que los aeropuertos y dos que tres hoteles incluso hasta con el mismo nombre. Soraya negaba ser una sirvienta de lujo, aunque aceptaba que ese empleo de azafata no era tan envidiable como hubiera parecido en teoría. Había camaradería entre ella y sus compañeras de trabajo, especialmente con los pilotos. Pero a veces se cansaba de sonreír tanto, de hacer tantas caravanas a pasajeros inescropulosos y de aguantar de pie la travesía del oceáno Pacífico o Atlántico. Pero lo bueno decía Soraya era que iba a encontrar un marido rico, porque la mayoría de los pasajeros eran hombres de negocios que tenían mucha lana, y todos le tiraban los perros, pero que allí estaba indudablemente su porvenir. El joven escritor aún sin libro publicado la puso al tanto de las últimas noticias, incluído su matrimonio, y la cortó porque se le hacía tarde para ir a la oficina. Ay, Soraya preciosa, lopezvelardeó, azafata súbita de la carne… El mundo le parecía hecho de tal manera que no podría nunca expresarlo sino a través de narraciones, como si estuviera mostrándolo con el dedo. Aún no salía del departamento y ya estaba sudando. Beatriz, saboreó, una metáfora sin frenos...







































DESDE QUE SE levantó se sentía abatido, saqueado, pisoteado, confundido, acribillado y de mal humor. El actor había aparecido a las cuatro de la mañana y el joven escritor aún estaba despierto. Hablaron un poco de las últimas confrontaciones con la bailarina. El actor hizo chistes hasta de sí mismo, como de costumbre, y se apresuró a salir. El joven escritor se peinaba en su recámara con aire caliente y oyó un golpazo. Murmuró qué cabrón, qué ánimo de ponerse a dar maromas... Pero no se oía ningún otro ruido y se asomó. La puerta estaba abierta y el actor estaba allí, tirado boca abajo, contrahecho, torcido. El joven escritor todavía calificó en voz alta qué payaso. Pero en realidad el actor se había desmayado y dado un tremendo madrazo. Una vez reanimado, el escritor salió con él, no fuera a caerse de nuevo. ¿No estarás embarazado? Fueron juntos hasta el correo central y allí se despidieron. El joven escritor encontró en su apartado postal un montón impresionante de correspondencia. Tuvo que esperar media hora para que se lo dieran y luego resultó que de esas ochenta cartas ninguna era para él ni para su hermano. Eran para los propietarios de otros apartados postales, y estaban equivocadas, incluídos muchos avisos de correo registrado. Volvió ligeramente frustrado al departamento, pues le gustaba recibir cartas, y al mediodía llegó Beatriz, con la noticia de que iban a prohibir las taquerías en toda la ciudad, sin ninguna excepción. Fregarían a millares de persomnas y a nuestra idiosincracia decía ella casi gimiendo. Le iban a quitar el sabor a Bucareli, a San Juan de Letrán, a la esquina del cine Insurgentes, a esa calle por donde vivía su amigo librero, por donde quedaba el cine Ópera. Qué cabrones. Protestaban limpieza en las calles y aducían motivos de higiene. Ahora todo iba a oler a gasolina y a mugre, no más olores de carne al pastor o de barbacoa, ni de cebollas o chile frito. A ellos les iban a quitar su lugar predilecto para ir a cenar, La Bella Unión. Ahora si vamos a ser un país des-tacado bromeó él. Claro que faltaba que pudieran llevar a cabo semejante disparate. Beatriz se desanimaba con facilidad, pero se esforzaba por hacerle mimos, por chiquearlo, por hacerlo reír o sonreír. Y hasta que fracasaba lo dejaba tranquilo. Se tiraba en la alfombra a leer acostada de panza. El joven escritor aún sin ningún libro publicado puso un disco de Joao Gilberto. La sirvienta no llegaba y quería llamarle la atención porque sus ventanas eran las más sucias de todo el edificio, El mundo parecía contenido en su totalidad dentro de un par de gigantescos paréntesis.